La discapacidad intelectual (DI) se caracteriza por la presencia problemas en las habilidades mentales generales, que provocan déficits cognitivos y adaptativos de distinta gravedad y con etiología múltiple. Se origina y manifiesta antes de los 18 años y puede asociarse a otros trastornos de neurodesarrollo o a problemas de salud física o mental. Es un trastorno plurietiológico, habitualmente de causa genética (1). Es frecuente que los pacientes con DI asocien otros problemas neurológicos que contribuyen de forma desfavorable a su evolución. Se describe su coexistencia con trastornos motores, epilepsia y/o alteraciones neurosensoriales. Además, existe una alta comorbilidad de patología psiquiátrica en la que por lo general los síntomas suelen pasar desapercibidos por atribuirse a la misma condición clínica lo que repercute en su correcto tratamiento con un mayor ingreso hospitalario, polifarmacia y conductas de riesgo que la población sin discapacidad intelectual. Entre los trastornos psiquiátricos más asociados a DI en la primera infancia encontramos los trastornos del espectro autista, los trastornos de conducta y ansiedad (2,3).
En los últimos 5 años, la población con discapacidad intelectual (DI) y trastornos del desarrollo ha crecido un 28% en Cataluña. Según datos recientes de un documento elaborado por Dincat y Granés Fundación: 86512 personas están diagnosticadas de DI, lo cual representa un 1,1% de la población catalana. Al analizar los datos por franjas de edad se observa que 4 de cada 10 personas afectas de DI son menores de 19 años (aproximadamente 32604 personas) (4). Desde los servicios de salud mental en los últimos años hemos detectado sobretodo un incremento en la gravedad de la DI por diferentes factores: por una parte la comorbilidad psiquiátrica y médica asociada, por otra la complejidad social de los pacientes con tasas altas de familias en situación de vulnerabilidad social y en último lugar y no por ello menos importante, las dificultades del manejo de las alteraciones de conducta en domicilio aumentando los casos en que las familias renuncian a la tutela de los menores y buscan un tratamiento residencial temprano.
El aspecto más importante del tratamiento en todos los casos de DI es la detección precoz y la intervención temprana. Sin embargo, la realidad de la Atención Temprana en España es que en los últimos años se ha multiplicado por 10 el número de usuarios y se caracteriza por ser irregular, escasa y desigual su implantación, dependiendo de las diferentes normativas autonómicas, variando territorialmente elementos tales como la franja de edad de cobertura del servicio y las listas de espera. Mientras algunas comunidades apenas tienen lista de espera en otras el tiempo de espera medio puede ser de hasta 200 días (5).
A pesar de ello, en el momento actual son el mejor recurso para los pacientes con DI. El tratamiento en atención temprana pretende mejorar las habilidades cognitivas optimizando la funcionalidad en menores de 6 años y son dirigidas por equipos interdisciplinares compuestos por psicólogos, neuropediatras, logopedas, fisioterapeutas, terapeutas ocupacionales, trabajadores sociales. Estos equipos ofrecen toda la estimulación que estos pacientes necesitan en una ventana de oportunidad de tratamiento tan relevante como es la primera infancia.
Una vez estos pacientes reciben el alta de Atención Temprana el panorama se complica, ya que la atención a este colectivo también es muy dispar entre las diferentes comunidades. Considero que sería por ello imprescindible diseñar programas específicos de atención a este colectivo. Estos programas deberían estructurarse según el nivel de gravedad del paciente y la necesidad de intensidad en la atención. En un primer nivel de atención sería imprescindible realizar psicoeducación a familia y escuela sobre la DI, facilitando la participación de los pacientes en actividades de promoción de la salud y la adaptación en el entorno escolar. También debería darse apoyo psicológico a las familias y servicios de cuidado de relevo, ya que los padres y madres pueden sentirse agotados y aislados (6). En cuanto a terapias específicas, se debería dotar económicamente a los centros de salud mental infantil para que los pacientes pudieran continuar realizando si es necesario fisioterapia, logopedia y terapia ocupacional. En un segundo nivel, para aquellos pacientes de gravedad moderada, deberían adaptarse las actividades y los espacios de los hospitales de día a las particularidades de este colectivo y debería de ponerse más apoyos a la familia en el domicilio y fuera del, siendo necesaria la creación de más servicios de respiro para familia, ya sea con familias voluntarias que acogen a los pacientes con DI en su casa, o servicios residenciales para estancias temporales. Estos servicios son escasos pero muy necesarios ya que han demostrado mejorar la calidad de vida de todos los miembros de la familia proporcionándoles un tiempo de descanso. Por último, para aquellos pacientes con DI grave asociado a alteraciones de conducta sería necesario protocolos de hospitalización adaptados a sus necesidades, así como favorecer tanto las estancias temporales de relevo de cuidado como el acceso a plazas residenciales definitivas. Durante los últimos años, en Cataluña realidad en la que trabajo, se ha puesto de manifiesto que hay una larga lista de espera para acceder a este tipo de recurso, así como una falta de plazas. Desde los servicios de salud mental pública también creemos que para garantizar la protección del menor con DI y las familias deberían de ponerse medios para aumentar el número de plazas residenciales disponibles.